La amenaza del calentamiento global, así como sus consecuencias en materia de salud y degradación medioambiental son una preocupación cada vez más recurrente para las sociedades de la mayoría de las naciones del planeta.
La atención pública al cambio climático aumentó entre 2005 y 2009, pero disminuyó después de la crisis económica y financiera. Con respecto a la mitigación de sus efectos, los debates públicos se centran más en el consumo, lo que refleja la necesidad de poner mayor atención a los modelos o visiones holísticos para abordar el problema.
Hace poco se presentó el Informe Planeta Vivo 2022. En él se enfatiza que nos enfrentamos a dos emergencias interrelacionadas: el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, que amenazan el bienestar de las generaciones actuales y futuras. Dado que nuestro porvenir depende por completo de la biodiversidad y del equilibrio climático, necesitamos comprender de mejor manera el vínculo entre el deterioro de la naturaleza y el cambio climático.
Las condiciones de desarrollo impuestas por las dinámicas de la globalización económica hacen insostenible la capacidad del planeta para proveer los recursos naturales suficientes para el mantenimiento del tren de vida actual. De ahí la importancia de la sustentabilidad y su incorporación a los instrumentos internacionales más importantes en materia de cuidado del medio ambiente, como la Agenda 2030 de los Objetivos del Desarrollo Sostenible.
El binomio desarrollo sostenible se adoptó de manera oficial a partir de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, de Río de Janeiro, Brasil, en 1992. Recuérdese que la preocupación por el cuidado del medio ambiente comenzó en los años setenta del siglo pasado, a raíz de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, de Estocolmo, Suecia, en 1972.
En aquel periodo se destacó la importancia de considerar las externalidades asociadas al modelo económico y cuestionar los límites de su racionalidad, mientras que las dinámicas del mercado impusieron diversos condicionamientos y desafíos relacionados con la acelerada degradación ambiental y una serie de riesgos ecológicos.
El propio Carl Sagan advirtió que las naciones industriales, ancladas al proyecto civilizatorio de la modernidad, no eran conscientes de las enormes repercusiones en el medio ambiente y el equilibrio ecológico, como tampoco de la fatalidad que implicaría para la humanidad y para la vida del planeta en general postergar las acciones contra el calentamiento global.
De acuerdo con la OCDE, para 2019 las emisiones del transporte habían crecido más rápido que cualquier otro sector en los últimos 50 años, representando aproximadamente el 23 por ciento de las emisiones globales de CO2. Esto se debe a que los sistemas de movilidad, desde el siglo pasado, dependen de los combustibles fósiles y se enfocan en la propiedad privada, que originó un modelo de desarrollo urbano centrado en el automóvil.
Si nuestros sistemas de movilidad no cambian, las emisiones de CO2 del transporte podrían aumentar en un 60 por ciento a nivel global para 2050. Lo propio se puede decir de la actividad industrial, en la cual se aprecian índices de emisiones incluso más altos que
en el sector de transporte, por ejemplo, en el caso de quema de combustóleo para la generación de energía eléctrica.
Con independencia de que las metas de mitigación contempladas en el Acuerdo de París son insuficientes, el reporte global de brecha de emisiones evidencia que México no está en el camino de cumplir con sus propias metas y que los países de América Latina no realizan los esfuerzos suficientes, en sectores altamente estratégicos, para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero.
Dada la gravedad de las crisis ambiental y ecológica que enfrentamos, urgen respuestas contundentes de parte de las diferentes sociedades de la comunidad global. En comparación con las crisis ambientales, en algunos lugares del planeta las respuestas públicas frente a la pandemia de COVID-19 fueron notablemente rápidas y efectivas, particularmente en sus primeras fases de desarrollo.
Por otro lado, la resiliencia mostrada durante la pandemia es una fuente de inspiración y, a su vez, una prueba de la capacidad que tenemos para ponernos de acuerdo y enfrentar grandes retos. Para promover la mitigación de las crisis ambientales que nos aquejan se puede recurrir igualmente a la corresponsabilidad ciudadana: sentirnos con un compromiso ético y la responsabilidad de actuar. Los cambios de largo aliento son resultado de la internalización de una nueva forma de vivir.
La evidencia del cambio climático le imprime un carácter de urgencia y rapidez a una potencial transformación. El papel de los Gobiernos resulta fundamental, ya que su participación es clave para definir y alcanzar objetivos, metas o visiones, para dar curso a eventuales transiciones. Establecer escenarios futuros deseables y la forma de conseguirlos conlleva necesariamente una dimensión y aspectos de carácter cultural, lo que subraya la importancia de la participación y la deliberación de la ciudadanía.
Aunque las respuestas a nivel individual difícilmente pueden ser suficientes para resolver las crisis globales, son imprescindibles para cambiar la trayectoria de una crisis; no obstante, deben ser apoyadas y reforzadas por la acción de todo el sistema, por parte de organizaciones gubernamentales y privadas.
Es decir, el reto es para todas y todos, sociedad y Gobierno. Lo que está en peligro de extinción no es un grupo de edad, una región, nación, raza, población, clase social, religión, cultura o civilización, sino la vida misma del planeta Tierra.
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