El tema de la inseguridad, desde hace décadas, ha sido objeto de los principales apartados de las diferentes plataformas de acción política, así como de los diversos tabloides en los medios de comunicación más influyentes, y en días recientes, los embates del polkismo golpista en contra de la actual administración fueron sistemáticos, debido a la presencia de la violencia criminal en varias zonas del país.
Sin embargo, cabe reconocer que distintos tipos de violencia azotaron a nuestra sociedad a lo largo de su historia. Sin bien los delitos relacionados con la delincuencia organizada abruman el imaginario colectivo y los espacios de opinión pública cuando se hace referencia al tema de inseguridad, acaso el tipo de violencia más lacerante y persistente es la de tipo estructural.
Al estudiar el fenómeno de la violencia se debe realizar un esfuerzo epistemológico para abstraerla de las implicaciones éticas o morales que la comunidad formó alrededor de él, ya que, de lo contrario, el análisis carecería de profundidad y se vería eclipsado por las urgencias o necesidades coyunturales. La violencia tiene que ser entendida también como un fenómeno de carácter instrumental, el cual, sólo atendiendo a los criterios de legitimidad, sería tolerable o permisible.
Lo anterior explica por qué grandes teóricos, como Thomas Hobbes, le atribuyen a ese tipo de violencia y a su ejercicio monopólico la preeminencia en la proposición del origen metafísico del Estado, por lo que, derivado de tal proposición, en la base del pacto fundacional se encuentra una sociedad que, huyendo de la violencia propia del estado de naturaleza, se ve en la necesidad de confiar en aquellos que pueden emplear la violencia de manera exclusiva y legítima, con el fin de buscar seguridad y protección.
Precisamente esto último, en términos de autores como Carl Schmitt, constituye la base de la legitimidad del Estado moderno: el protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado. Recuérdese igualmente que Max Weber define al Estado a partir del monopolio del uso de la violencia.
En virtud de lo anterior, el Estado mantiene el monopolio legítimo del ejercicio de la violencia y puede utilizarlo a favor de las mayorías, de manera institucionalizada y de conformidad con las regulaciones correspondientes que delimitan sus alcances. Por otro lado, la violencia privada resulta una conducta propia de una persona delincuente; un supuesto de hecho punible, al que le corresponde una sanción pública por parte de los órganos de impartición de justicia.
Esto es altamente relevante, ya que la violencia ilegítima daña la confianza y amenaza la cohesión social; no obstante, no se debe perder de vista que el mayor flagelo se encuentra, sin duda, en las diversas manifestaciones de la violencia de tipo estructural, la cual puede ser considerada como la violencia económica y política que las castas elevadas —reducido grupo privilegiado— ejercen sobre el grueso de la pirámide social, es decir, los amplios sectores que se ubican en situación de pobreza o pobreza extrema.
La estructural es un tipo de violencia del que se echa mano para someter, disuadir, serenar, sosegar, aquietar y conducir tácita o explícitamente a las masas. Por ello, los señalamientos políticos que condenan la violencia se dirigen de continuo a las mayorías que se encuentran fuera de los círculos de concentración de poder; en el pueblo raso, en los sectores de abajo; en sus marchas, manifestaciones, plantones o en sus diferentes actos de protesta, pero no en los que se ubican en las raíces de esas manifestaciones, los manipuladores, los acumuladores sin escrúpulos, los que concentran para sí las riquezas y los bienes públicos, al amparo de la corrupción y la impunidad crónicas.
Ello no quiere decir que la violencia criminal que ahora mismo está padeciendo el país deba ser objeto de desatención. Apenas la semana pasada se suscitó el tercer ataque artero a la inerme población civil por parte de la delincuencia organizada en tres momentos, en sendas regiones y por motivos diferentes: 1) Jalisco-Guanajuato, para evitar detenciones de líderes criminales del CJNG; 2) Cd. Juárez, por pugnas intercriminales en el penal, y 3) Baja California, por aparente cobro de piso al transporte público.
El combate frontal a estas deleznables manifestaciones de violencia criminal está en el fondo de las diferentes propuestas de seguridad enarboladas recientemente por los poderes constituidos; desde el Senado de la República se han llevado a cabo diversos ejercicios de Parlamento abierto, para definir las mejores estrategias, considerando, por ejemplo, la pertinencia de un mando militar en la Guardia Nacional.
Por otro lado, el cangrejismo de los sectores reaccionarios, el injerencismo y la actitud golpista de adversarios buscan ser potenciados en la coyuntura de los constantes señalamientos de ausencia de seguridad, así que resulta prioritario para el Gobierno actuar en dos o tres pistas, con el fin de combatir las diferentes manifestaciones de la violencia, sin dejar de reconocer que las acciones de desestabilización de opositores sin escrúpulos conllevan, a su vez, un tipo de violencia que pone en riesgo la propia supervivencia del Estado.
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