Compartir

Ráfaga

Con los impuestos que pagamos contribuimos a la existencia de una clase llamada “política” que disfruta elevados sueldos y jugosas prerrogativas. 

Los dirigentes de los partidos políticos, auténticos negocios familiares en unos casos, reciben millones de pesos, que representan un gasto inútil para el país y la ciudadanía. No son productivos en ningún sentido. 

Senadores, diputados federales y locales (incluidos los “plurinominales”), gobernadores y los presidentes municipales de las Ciudades Capitales, también gozan de privilegios nominales y anexos. Amasan fortunas en bienes inmuebles, joyas, autos y “ahorros bancarios” que guardan fuera del país.

Quienes de unos años para acá integran el Congreso de la Unión, las señoras y los señores legisladores, los representantes del Poder Legislativo, han manchado la imagen institucional de las Cámaras de Senadores y de Diputados. 

Por supuesto que hay excepciones y son mayoría. Cierto también que muchos no saben cuál es su tarea y ocupan su tiempo “como gestores” y no la de estudiosos de leyes y reglamentos. Aprueban sin saber qué es lo que están validando.

Hemos visto a quienes llegan en pants, con pantalones de mezclilla, chamarrudos, de tenis. Los hubo que entraron a caballo, cuando eran “de la oposición” y ahora ya se olvidaron. Un diputado electo para protegerse de la justicia, fue introducido a la Cámara de Diputados, en la cajuela del auto de otro de sus colegas, el cual hoy es subsecretario en Gobernación.

UNA DEMOCRACIA COSTOSA

Desde luego es comprensible que el desarrollo político del país, iniciado en los tiempos del presidente Adolfo López Mateos, al aprobarse “los diputados de partido”, implica cubrir necesidades materiales y económicas. 

Después vino la etapa de la apertura democrática, dando paso a reformas constitucionales que culminaron, momentámente, en los principios de la década de los años 90, cuando aparece el Instituto Federal Electoral, IFE, transformado años después en Instituto Nacional Electoral, INE

No comento en detalle toda la historia que se da al desaparecer la Comisión Federal Electoral que, bajo la presidencia del Secretario de Gobernación, calificaba los resultados de las elecciones federales y los enviaba a la Cámara de Diputados, a disposición del Colegio Electoral. Se dijo que el gobierno federal era juez y parte en el proceso electoral. Manuel Bartlett Díaz fue el último presidente de la citada Comisión, cuando se frenó el conteo de votos que favorecía al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

En 1988, tras “la caída del sistema”, comenzó el trabajo jurídico para dar paso al IFE, órgano autónomo como, se supone, los es el INE. Desde su inicio el órgano electoral requirió de un elevado presupuesto para operar en todo el país. Instalaciones, mobiliario, vehículos, material de oficina y órganos regionales. Además de dineros para sueldos y prestaciones de los integrantes del Consejo General, los mandos medios administrativos y el personal de apoyo en la áreas de trabajo.

Todo se hizo en aras de un México Moderno, un México Democrático, un México con el adecuado árbitro neutral para organizar, realizar, contabilizar y calificar las elecciones presidenciales, las de los legisladores federales. Las estatales y municipales al cuidado de las salas regionales. Millones y millones de pesos para sufragar toda la estructura y un capítulo novedoso, entregar dinero del erario a los dirigentes de los partidos políticos.

13 MIL MILLONES PARA DIPUTADOS

Sin contar los miles de millones de pesos que destina el gobierno para senadores, diputados federales, aunado a gastos generales y personal administrativo, de acuerdo con las informaciones recabadas, en el país hay 1,125 diputados locales y el presupuesto asciende a la escandalosa suma de 13 mil millones de pesos, anuales.

En este renglón debería de hacerse un análisis objetivo, real y congruente para precisar los gastos que deben de considerarse como necesarios. Pudiera aplicarse, según este comentarista, la expresión “los pobres pagan por una democracia que beneficia a los ricos”, deducción de la economista y analista francesa Julia Cagé que aparece en su libro “El precio de la democracia”. 

Los datos encontrados en diferentes publicaciones, indican que originalmente la Cámara de Diputados durante muchos años estuvo integrada por 180 “representantes populares”, electos a propuesta de los partidos políticos. 

En aras de la democracia y de la apertura democrática, se hicieron reformas hasta culminar con 300 candidatos que deben hacer campaña y 200 enlistados por los dirigentes partidistas, denominados “plurinominales”. Esto se dio en 1986, en el régimen gris del presidente Miguel de la Madrid.

Un año antes de terminar el sexenio salinista, el Congreso de la Unión aprobó que el Senado de la República tuviera 128 escaños, en lugar de los tradicionales 64. Los senadores no tienen la categoría de “representantes populares”. Al constituirse, en 1824, la Cámara de Senadores, también llamada Cámara Alta, quedó aprobado que habría dos por cada Estado o Territorio y serían representantes de esas entidades. No se consideraba el número de habitantes.

En 1993 se dio la aprobación para que cada entidad tuviese dos senadores electos por el voto ciudadano; por primera minoría, serían los que obtuvieron menor número de votos que el triunfador en las urnas y otros 32 serían reconocidos como de “representación proporcional”. Obvio que esa reforma para satisfacer demandas de los partidos, nuevamente “en aras de la apertura democrática”.

Tanto el PAN como el PRI han presentado propuestas para que  disminuya el número de diputados, a 400. No hubo apoyo de las dirigencias partidistas y ahora en el régimen de la “austeridad republicana” los de Morena permanecen en silencio, lo mismo ocurre al hablar de suprimir a 64 senadores.

En la próxima entrega, el comentario periodístico estará enfocado hacia los “subsidios” en millones de pesos que pagamos los contribuyentes para grupos que dicen dedicarse a representar los intereses de la ciudadanía. 

jherrerav@live.com.mx