El nacimiento de las tres grandes naciones que hoy se ubican en la región norteamericana fue distinto, así como los procesos para su conformación como Estados.
Para nuestro país, el camino para el establecimiento como República fue sinuoso; la inestabilidad política posindependentista se alargó hasta la séptima década del siglo XIX, a diferencia de los países vecinos del norte, que lograron consolidarse y establecerse con mayor prontitud.
Estados Unidos se reveló como potencia mundial a inicios del siglo XX; en la centuria anterior enfrentó diversos problemas internos, como una guerra civil, y al mismo tiempo, buscó expandirse territorialmente hacia el sur, lo cual logró exitosamente cuando se apropió los territorios de la Alta California, Nuevo México y Florida, además de permitir la anexión de Texas luego de su independencia de México.
Asimismo, la adopción del capitalismo como sistema económico propició el crecimiento de su mercado interno y externo, dando lugar a una importante acumulación de recursos en su territorio, lo que le permitió ascender como potencia económica.
Estados Unidos y, en otra medida, Canadá, por su rápido crecimiento económico e incorporación del avance tecnológico a sus procesos productivos de segundo orden, identificaron el propio continente como su zona de dominio e influencia en términos financieros y políticos.
A diferencia de las potencias europeas, cuyos territorios son muy pequeños en comparación con los que detentan las naciones de América Latina, los vecinos del norte, principalmente Estados Unidos, no se vieron en la necesidad de invertir grandes cantidades de recursos para obtener posesiones ultramarinas, como lo hicieran las grandes monarquías absolutistas europeas.
En este sentido, el capitalismo estadounidense generó relaciones de dependencia económica con los demás países del continente y, de manera muy frecuente, la presencia de la inversión procedente de la Unión Americana y Canadá fue notoria en sectores de gran relevancia, como el minero o el energético.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de los Aliados sobre los países del Eje, Estados Unidos se posicionó como la principal potencia militar y económica de Occidente. Por otro lado, el advenimiento de la URSS como la potencia del Oeste y como enemigo natural del capitalismo, por la adopción del comunismo como sistema económico y político, motivó al vecino del norte a ejercer un mayor tutelaje sobre todo lo que ocurriera hacia el sur de sus fronteras.
En el caso de nuestros gobiernos, procuraron mantener relaciones cordiales con las potencias del norte. Con Estados Unidos, la pervivencia y aplicación de las doctrinas Estrada y Carranza llevaron al Estado mexicano a posicionarse de una manera diametralmente opuesta a los deseos de la Casa Blanca, por ejemplo, en el conflicto diplomático que se suscitó cuando estableció relaciones bilaterales con el Estado cubano emanado de la Revolución.
Sin embargo, con la llegada del neoliberalismo como doctrina económica predominante, nuestro país no sólo incrementó su dependencia económica hacia Estados Unidos, sino que, además, el Estado mexicano mermó sus capacidades como árbitro para generar condiciones equitativas para la realización de negocios en nuestro país.
El arribo de un Gobierno distante de las fórmulas tecnócratas que estuvieron vigentes durante poco más de treinta años cambió diametralmente el tipo de relación de subordinación que, en lo fáctico, se ejercitaba entre los países de la región, principalmente entre Estados Unidos y México.
El actual régimen de nuestro país, que inició en el ocaso de la administración de Donald Trump, enfrentó desde el inicio una serie de presiones.
No sólo la firma del nuevo acuerdo comercial entre los tres países estuvo al borde del colapso, también hubo que enfrentar lo que pareció el inicio de una guerra arancelaria entre nuestro país y la Unión Americana, ante la negativa de la Casa Blanca a ceder y suavizar su postura con respecto al fenómeno migratorio, cuando múltiples caravanas emergieron con fuerza al inicio del Gobierno mexicano actual.
La postura del Estado mexicano es generar el diálogo para la resolución de conflictos; el ejemplo más reciente lo encontramos en la mesa de diálogo de la que nuestro país fue anfitrión, y en la que intervinieron las partes que se encuentran en conflicto en Venezuela.
De igual manera, la participación del primer mandatario mexicano en la ONU la semana pasada dejó un mensaje claro respecto del énfasis que se tiene que dar a las causas principales para la atención de conflictos, lo cual exige un nivel más profundo de acción, más allá de la adopción de presupuestos gigantescos en temas de seguridad, en los que fenómenos como la desigualdad se erigen como uno de los problemas medulares de las sociedades contemporáneas.
El presidente mexicano se presentará a la IX Cumbre de Líderes de América del Norte, la cual no se celebraba desde 2016, año en que fue suspendida por el otrora presidente estadounidense Donald Trump. En el encuentro, el Lic. López Obrador abordará nuevamente el problema migratorio y propondrá establecer un programa de visas de trabajo para personas migrantes mexicanas en Estados Unidos y Canadá, cuyo propósito será dar certidumbre jurídica a los millones de connacionales que se encuentran de manera irregular en ambos países.
Asimismo, el jefe del Estado mexicano tendrá oportunidad de tratar con el presidente estadounidense y el primer ministro canadiense temas relacionados con el cambio climático, los fenómenos meteorológicos y sociopolíticos vinculados entre sí, así como otros aspectos de sostenibilidad, cuyas premisas se pueden insertar en el nuevo esquema energético que se busca impulsar y concretar desde el Gobierno de la República.
Los mandatarios de las tres grandes naciones norteamericanas dialogarán entre sí en condiciones de igualdad, no de subordinación, como antaño sucedía. La cooperación trilateral aportará muchos beneficios para la población de los países involucrados, y se pondrá de manifiesto un nuevo paradigma en las relaciones internacionales para México.
El punto medular de esta nueva línea de conducción de la política exterior reside en la defensa de la soberanía y el nacionalismo, que ha caracterizado desde hace mucho tiempo a nuestro presidente y la cual se pensó que fracturaría principalmente las relaciones con Estados Unidos, pero, muy al contrario, se ha prescindido de presiones políticas y se han depurado los canales institucionales, para generar el diálogo y la cooperación internacionales.
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