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(Pueblo sin tradiciones es pueblo sin futuro)

“Para que se viene a la tierra

No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.

Aunque sea jade se quiebra

Aunque sea oro se rompe,

Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra,

No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí”.

Cantares Mexicanos.

Nuestros prehispánicos no temían a la muerte ni definían como bueno o malo aquello que tuviera relación a un cielo o un infierno después de fallecer. Celebraban el Día de Muertos, pero vinculado al calendario agrícola, sin embargo en estas fechas recordaban que no eran inmortales y reconocían la existencia de su alma.

Para los Tatas y Nanitas, padres y madres antiguos, el Norte era el camino de la muerte, pero los difuntos iban al lugar que les era determinado, no por su manera de vivir, sino por su forma de morir.   

El guerrero muerto en el campo de batalla o en la piedra de los sacrificios se convertía en “compañero del águila” o compañero del sol”. 

Su vida heroica era premiada con un viaje directo al Reino del Sol, donde cuatro años después se convertía en colibrí, mariposa o cualquier otra ave de colorido plumaje, que alzaba su vuelo alrededor del astro rey.

Junto con estos guerreros llegaban al Reino del Sol las guerreras; mujeres que habían muerto de parto. En tanto que sus hijos, no vivos, llegaban hasta el Árbol Ceiba Nodriza, que goteaba leche para ellos.

Los otros difuntos se dirigían a Mictlán y sus nueve mundos subterráneos y fríos, donde se desvanecían paulatinamente hasta la quietud total. 

Los mayas que llaman Hanal Pixan a esta tradición, creían que los respectivos mundos de vivos, muertos y dioses, estaban unidos por caminos en forma de serpientes fantásticas, por donde transitaban las ánimas hasta retornar a la madre tierra, desde el vientre de las mujeres embarazadas.

Nuestros ancestros en cuanto alguien fallecía lo amortajaban y ponían masa de maíz molido en la boca,  para evitarles la angustia de falta de alimento en su otra vida.

Creían ellos que las almas de los muertos no abandonaban la tierra inmediatamente después del deceso, por el contrario, permanecían entre sus familiares llevando la vida de costumbre sin darse cuenta de su cambio de estado.

Y cuando la agonía del moribundo se prolongaba demasiado, un familiar le daba doce azotes suaves con una soga para aligerar la partida de su alma, que al desprenderse del cuerpo, salía de la casa por las pequeñas aberturas de los extremos del jo’olnaj che’ o viga mayor. 

De hecho, el día de San Lucas, 18 de octubre, los mexicanos antiguos iniciaban la celebración de los muertos, en tanto que en otros pueblos de nuestra República, como en Santa Cruz Acapixtla, sus moradores, todavía,  acuden al panteón desde el 29 de septiembre a invitar a los difuntos a visitar sus casas los días 1o. y 2 de noviembre.

También nuestros padres y madres antiguos solían comentar que la lluvia o la ligera llovizna que preside la llegada de los muertos es aprovechada por los difuntos para lavar sus ropas y llegar limpiecitos a la Tierra. 

taca.campos@gmail.com