México es un país que, a pesar de las desavenencias históricas, ha abrazado a la democracia como el pilar fundamental de su sistema político, aunque en la práctica el ejercicio democrático se vio socavado durante prácticamente todo el siglo XIX.
La ausencia de una auténtica democracia fue uno de los factores que terminó por implosionar al gobierno porfiriano y su pretensión de perpetuar aún más su dictadura.
La discusión pública de inicios del siglo decimonónico giró en torno a la necesidad de implementar una forma de gobierno republicana, con el fin de renovar todo un aparato político vetusto y asociado a un pasado monárquico o colonial indeseable.
Un primer paso para la transición a un sistema democrático en México fue lograr que la voluntad popular se expresara de manera nítida en las urnas, lo que suponía en sí mismo un detonante para propiciar cambios importantes no sólo en la administración pública del país, sino también en la vida cotidiana de la población.
Posteriormente, no obstante su carácter popular y a pesar de la fuerza con la cual la Revolución mexicana estalló, cimbrando incluso a las más reacias élites políticas y económicas porfirianas, el establecimiento de la democracia, así como la garantía de los derechos políticos elementales de la ciudadanía no pudieron consolidarse.
En el seno del conflicto armado surgieron nuevos intereses individuales y de grupo, los cuales fueron determinando el rumbo del país y permitieron la conformación de nuevas élites, a las que la prevalencia de un sistema democrático genuino no les resultó del todo conveniente.
Con la institucionalización de la Revolución y el nacimiento del llamado corporativismo mexicano, toda esperanza de afianzamiento de las prácticas democráticas se esfumó.
A partir de 1940, la prevalencia del sindicalismocharro en los sectores obreros organizados del país, así como la presencia de cacicazgos férreos en las zonas rurales fueron cada vez más comunes y evidentes.
Estas formas de organización, de las cuales se nutrió el presidencialismo mexicano, eran completamente antidemocráticas, por lo que en los años del dominio político del partido hegemónico no hubo democracia fáctica en el país.
Para 1988, el Frente Democrático Nacional, como movimiento político y social, ejerció una presión sin precedente, con el fin de lograr la democratización de los procesos electorales en México; su lucha por el respeto a la voluntad popular fue emblemática.
Los cuestionados resultados de aquella elección hicieron aún más evidente el desgaste que hasta ese momento acusaba el régimen, y constituyeron un parteaguas en el camino para lograr la proscripción de la larga tradición de fraudes electorales.
La presión social y política obligó al gobierno emanado de esas elecciones a establecer reformas político-electorales de gran calado. Fue así como el 11 de octubre de 1990 nació el Instituto Federal Electoral (IFE), uno de los primeros organismos constitucionales autónomos, el cual se encargaría de organizar todos los procesos electorales en el país. Asimismo, se estableció el Tribunal Federal Electoral (TRIFE), organismo que tendría a cargo dar certidumbre jurídica a todo lo concerniente a las elecciones, ya fueran estatales o federales, mediante la resolución de las diversas quejas o impugnaciones.
El IFE -que se convirtió en Instituto Nacional Electoral (INE)- y el TRIFE -hoy llamado Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF)- han estado activos por 31 años. A diez años de su nacimiento, por primera vez en siete décadas un partido distinto accedió a la Presidencia de la República en el año 2000.
No obstante, tan sólo seis años después, estas mismas instituciones electorales validaron el fraude del año 2006 que impidió la llegada del proyecto alternativo de nación en el amanecer siglo XXI, y a lo largo de los años, las quejas y acusaciones se han ido acumulando.
Hoy, tanto el INE como el TEPJF enfrentan una serie de crisis. El quehacer de ambas instituciones había sido cuestionado continuamente por diversos sectores que ven en ellas organismos altamente costosos, poco transparentes y víctimas de un acelerado desgaste institucional, lo cual hace patente la necesidad de una reforma electoral que renueve las prácticas que se gestan en el seno de estos organismos.
Pero no sólo está en juego la deuda democrática de las principales instituciones garantes, también urge replantear la carga presupuestal que representan. México tiene, desde hace años, los comicios más costosos del mundo. Las elecciones intermedias del 6 de junio pasado costaron a las mexicanas y los mexicanos $44 mil 907 millones de pesos; esta ingente cantidad de recursos públicos se dividió entre el INE, el TEPJF, las prerrogativas federales para los partidos políticos nacionales y locales, los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE) y los Tribunales electorales de las entidades federativas.
Hablar del costo-beneficio resulta indispensable en la discusión que hoy atañe al sistema democrático en México. Las y los altos funcionarios del INE son los más costosos de todo el aparato burocrático mexicano; 125 personas servidoras públicas que forman parte de sus filas ganan más que el actual titular del Ejecutivo federal, lo que desde mucho tiempo atrás se ha venido denunciando como insostenible.
En medio de esta crisis, resulta necesario reflexionar sobre lo que hay que corregir, sobre los sesgos entre el actual sistema político y las premisas democráticas enunciadas en nuestra Carta Magna.
Es también indispensable proceder a una eventual reforma político-electoral que incluya las principales demandas de la ciudadanía, entre las cuales se encuentra la reducción en los onerosos costos que implica la burocracia electoral, en el contexto de un país que desde hace décadas es azotado por la pobreza.
El reclamo es legítimo y debe ser escuchado.
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