Jesús Te Ampare
“Ha sido siempre un tabú juzgar a un Presidente de la República todavía en funciones. La pieza principal de semejante sistema es el Presidente, porque cuenta con facultades y recursos tan ilimitados, que lo llevan a gobernar, no institucional sino personalmente”, sostiene en sus memorias Don Daniel Cosío Villegas, historiador, economista, académico, politólogo y escritor mexicano.
En la historia política de México, cada nuevo Presidente suele llegar cargado de ambición simbólica: desmarcarse de su antecesor; limpiar lo sucio y proponer acciones emergentes de gobierno.
En pocas palabras, debe deslizar, sensiblemente, su estilo personal de gobernar.
Es un acto casi ritual, un gesto de independencia que busca dejar claro que la silla presidencial no se hereda, se ejerce.
Quien asume el mando debe imprimir su sello, borrar la sombra previa y trazar su propio camino.
La investidura exige autonomía, autoridad y un estilo propio que marque el rumbo del país.
Sin embargo, en la actual administración ocurre algo inédito. La presidenta Claudia Sheinbaum no solo evita desafiar la sombra de su antecesor, sino que la engrandece.
No busca diferenciarse, sino mimetizarse. Imita sus gestos, adopta su tono pausado y su discurso que descalifica, polariza.
Parece honrar a quien debiera superar. Más que liderar, continúa obedeciendo.
Este fenómeno no es casual, es un sometimiento voluntario. No se trata de presión política, sino de devoción ideológica.
Sheinbaum se presenta más como heredera agradecida que como mandataria soberana.
Y mientras la Constitución encomienda el poder en sus manos, la narrativa pública lo mantiene en la sombra del siniestro personaje de Macuspana.
El famoso “bastón de mando” nunca cambió de dueño; solo cambió de manos para la foto.
El poder simbólico sigue instalado en la oficina ubicada en el “Hogar de las culebras”, ese centro espiritual del viejo régimen morenista rodeado de pavorreales.
Desde ahí, sin título ni cargo, se dictan líneas, se aprueban decisiones, se vigila la lealtad y se juzga la rebeldía.
La sombra es larga, tanto que impide distinguir con claridad el proyecto personal de la presidenta.
El país no sabe si escucha a Sheinbaum o al eco estentóreo del personaje que gobernó seis años y aspira a seguir con el “bastón de mando” sin estar en la boleta.
La democracia madura cuando quien gobierna se atreve a tomar decisiones que incomoden a su mentor.
Se consolida cuando el líder respeta a quienes lo precedieron, pero no se arrodilla ante ellos.
Al doblegarse voluntariamente a la tutela de López Obrador, Sheinbaum renuncia a su derecho histórico de gobernar como presidenta; resultó una discípula muy obediente.
La política no admite sombras eternas. O se ejerce el poder, o se administra la voluntad de otro.
México no necesita regentes disfrazados de mandatarios. Necesita una Jefa de Estado que rompa con la dependencia, que se atreva a ser dueña de sus aciertos y responsable de sus errores. Que haga lo que hacen los Presidentes: gobernar, no obedecer.
Porque un país subyugado a la sombra de un caudillo no avanza. Y una presidenta supeditada a su mentor no gobierna: solo imita.
Pero para Sheinbaum, un principio indiscutible es que para saber mandar, es preciso saber obedecer; porque para ella el acto de obediencia es mejor que cien sermones.
ceciliogarciacruz@hotmail.com