Por: Ricardo Monreal Avila
Durante buena parte del siglo pasado, en México tuvieron lugar el corporativismo y el sindicalismo charro, así como la adhesión masiva de organizaciones campesinas a los designios del partido oficial, y cualquier brote de disidencia política fue proscrito y perseguido desde las más altas esferas del poder.
Esto se hizo, con mayor razón, considerando que las propias élites económicas pactaron con la cúpula política, lo que dio al régimen un carácter cerrado.
Durante la década de los sesenta, en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se presentaron una serie de movilizaciones de sectores alejados de las tradicionales luchas obreras o campesinas que se habían manifestado en nuestro país.
En 1964, el movimiento de los médicos irrumpió en el escenario político del país, demandando mejoras en las condiciones laborales de quienes laboraban en instituciones de salubridad dependientes del Estado mexicano.
La respuesta del Gobierno a organizaciones como la Asociación Mexicana de Médicos Residentes e Internos (AMMRI) fue la cerrazón y el rechazo a sus demandas, además de represión.
Como se puede apreciar, el movimiento estudiantil de 1968 no fue un evento aislado; incluso fue precedido por otras protestas similares de años anteriores. Las de Michoacán y Sonora, por ejemplo, marcaron un hito que indudablemente fue tomado como referente.
El origen del conflicto estudiantil de 1968 se debió al uso excesivo de la fuerza que la Policía y, específicamente el Cuerpo de Granaderos, utilizaron para disolver una riña entre dos grupos de estudiantes del nivel bachillerato en la plaza de la Ciudadela en la Ciudad de México.
Sin embargo, la fuerza del movimiento de 1968 se extendió cuando el cuerpo estudiantil de diversas universidades como la UNAM, el IPN, la Universidad Autónoma Chapingo y muchas más casas de estudio en todo el país cuestionaron la manera como se detentaba el poder político, y el poco margen de maniobra que se tenía desde la oposición.
En el pliego petitorio dado a conocer por el Consejo Nacional de Huelga —dirigencia de aquel movimiento— en julio de 1968, se argüían las demandas que buscaban generar una mayor apertura política y el establecimiento de un sistema netamente democrático, inexistente hasta ese momento en México; cuestiones que sin duda incomodaron a las más altas esferas del poder.
El gobierno de Díaz Ordaz optó por la represión y tuvo nula capacidad de diálogo, así que soterró de tajo al movimiento estudiantil la tarde del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.
La represión recrudeció con el sucesor de Díaz Ordaz. En el gobierno de Luis Echeverría Álvarez, tuvo lugar uno de los periodos más lacerantes en la historia de nuestro país: la Guerra Sucia. En este tiempo se registró un aciago pasaje de violaciones sistemáticas de derechos humanos, auspiciadas desde el mismo aparato estatal en contra de insurrectos o integrantes de la oposición política. No había garantía de libertades, aunque éstas estuvieran consagradas en el texto constitucional.
En 1977, la reforma política de Jesús Reyes Heroles posibilitó la apertura del régimen, aunque el uso de la violencia como método de intimidación se continuó practicando hasta los últimos gobiernos de fin de siglo.
La pluralidad política de ambas Cámaras del Congreso de la Unión iniciada en 1997 y la alternancia del 2000, así como el ascenso al poder de la izquierda mexicana en 2018, son producto de las largas bregas que enfrentaron hombres y mujeres valientes, con vocación democrática, para frenar la cerrazón impuesta durante más de la mitad de una centuria.
Sin embargo, lamentablemente, justo en el proceso electoral de 2018 perdieron la vida 152 personas que compitieron por un puesto de elección popular, y fueron postuladas por diferentes partidos. Ello nos recuerda que el problema de la violencia, si bien ha mutado, no se ha erradicado de nuestro país.
Ciertamente, la violencia política ejercida por el régimen de mediados del siglo pasado ha sido parcialmente superada; sin embargo, nuestro país enfrenta ahora un grave problema de descomposición social, provocado, entre otras razones, por la precarización de las condiciones de vida de la gran mayoría de mexicanas y mexicanos en los últimos treinta años.
La proliferación del narcotráfico y de la delincuencia organizada responde precisamente a factores socioeconómicos que minaron considerablemente la calidad de vida de la población, sobre todo en las áreas geográficas con los mayores índices de marginación. A las desgastantes disputas por el poder político se suman las violentas disputas entre grupos delincuenciales por el control de las actividades ilícitas.
Gran parte de la espiral de violencia que hoy se sufre en el país responde a la llamada “guerra contra el narcotráfico” iniciada hace más de una década, iniciativa que careció de una estrategia congruente y que sólo consiguió evidenciar que las instituciones del Estado mexicano habían sido penetradas profundamente por organizaciones delictivas de presencia nacional e internacional, y cuya capacidad operativa había logrado rebasar a las instituciones de seguridad locales y federales.
La actual violencia social de nuestro país tiene raíces profundas en la desigualdad y ha utilizado como combustible la impunidad. La violencia política que pervive en México viene a potenciar, como turbocarburante, el clima de inseguridad e inestabilidad que amenaza al Estado de Derecho.
Ha quedado de manifiesto que el poder político no está disociado de los intereses de particulares que, en muchas ocasiones, están coludidos con los grupos delictivos de sus demarcaciones.
Las y los mexicanos estamos, quizá, frente al reto contemporáneo más importante: erradicar la violencia política y atender la violencia social. Se debe buscar, en esencia, civilizar al México que busca satisfacer sus propias necesidades por encima del Estado de derecho. Un reto a la altura de aquellas y aquellos jóvenes valientes que enfrentaron un régimen cerrado y represor en 1968.
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